DESEMPLEADOS Y MALTRATADOS
Los empleados son el material desechable por excelencia en las empresas. Son la materia prima más fácil de prescindir porque al mismo tiempo, son la más sencilla de recobrar.
No es maldad. Simplemente sucede como dice el dicho popular: “cuando el hambre entra por la puerta, el amor sale por la ventana” Esto se aplica tanto al hogar como a las empresas. La crisis resulta cada día más y más profunda. Más negra y siniestra para todos: desempleados, empleados y empleadores.
Las empresas tienen la obligación de cuidar por la satisfacción de sus necesidades. Deben cubrir sus costos y gastos. Evitar perder la fuente de ingresos que ésta representa para sus dueños.
Lo mismo se hace en los hogares. Entre vender el televisor o prescindir del jardinero, entre deshacerse de la cocina integral o de la persona de servicio, no hay duda alguna de cuál será la decisión a tomar.
Las crisis ponen de manifiesto lo mejor y lo peor del comportamiento del ser humano. No sólo se lucen los recursos personales que se poseen para enfrentar la adversidad cuando ésta llega en carne propia. También, se exhiben los valores que se ponen en acto al interrelacionarnos con quiénes nos rodean. Principalmente con los más necesitados, desprotegidos o débiles.
Una vez escuché al director de un corporativo decir que si se quiere conocer a la gente bastaba con darle una cachucha y un pito para ver cómo se comportaban. “Dales algo de poder y verás cómo son en realidad”, decía.
Durante este estancamiento económico el desempleo ha crecido a cifras pavorosas. El hecho de que exista sobreoferta de mano de obra agudiza el maltrato que reciben los que están fuera y dentro de una organización, y también, exacerba el desprecio y desinterés que los patrones tienen por crear ambientes laborales favorables.
En los más de veinte años que tengo invertidos al ejercicio profesional de los recursos y del desarrollo humano, nunca como ahora se había vivido una crisis así. La publicación de una vacante vía internet, por ejemplo, arroja la inscripción de por lo menos 200 a 250 postulantes en los primeros tres días. Y ese número se alcanza aún tomando en cuenta que en México solamente el 5% de la población tiene acceso a la red de redes.
Por lo mismo, los dueños de una vacante dan rienda suelta no solamente a sus deseos para la obtención del empleado “ideal”, sino también, a sus prejuicios. Así, elaboran una requisición de personal en la que solicitan un perfil que incluye características que van más allá de las peticiones tradicionales. Ya no solamente aceptan o rechazan en función de la belleza física, la delgadez, el estado civil, la disponibilidad y agradecimiento perpetuo que deben mostrar por la “oportunidad” brindada. También, hacen a un lado aquella currícula en la que por la foto llegan a la conclusión que cierto candidato tiene cara de sangrón, o que cierta mujer aparenta cara de amargada; rechazan porque no les gustó la presentación de la información contenida, argumentando que está demasiada ordenada, concluyendo que esto es señal de obsesión ,o por el contrario, que se muestra demasiado informal, especulando que serán desorganizados. Se relega a los candidatos porque estuvieron muy serios en una entrevista o porque fueron demasiado amables. Porque han tenido más de dos empleos en los últimos cinco años, o bien, porque han estado en la misma empresa todo ese tiempo.
Ante la desproporción entre oferta y demanda de empleos, el poder que el responsable de la contratación adquiere, es enorme. En primer lugar ubicarán como posibles ocupantes de la vacante a sus familiares o amigos. Después, a aquellos que pudieran corresponderles de alguna manera “el favor”. Por último, entrarán a concurso aquellos que “les caigan bien”, esos con quienes simpatizaron. Todo menos seguir un proceso justo, objetivo que minimice realmente los riesgos en la contratación.
Al cabo de un tiempo parece surgir una desconexión de la realidad. Aquellos que no les ha tocado la parte más dura de la crisis, los que aún tienen empleo, juzgan a los que no, catalogándolos de flojos, de ser personas que no han hecho lo suficiente para obtener una nueva oportunidad laboral. O como dijo un ex–gobernador falto de sensibilidad, se les aconseja que “no les dé pena” su condición de desempleados. Otros les dicen que aprovechen la temporada para estudiar otra maestría, idioma o especialidad, cómo si cualquiera de éstas fuera gratis o pudiera cubrirse el costo de sus colegiaturas sin tener una fuente de ingresos que permita el gasto. Muchos parecen olvidar que sin trabajo, no se pueden pagar rentas, luz, colegios, gastos médicos, alimentos...
Si no hay trabajo, me gustaría saber si Comisión Federal de Electricidad, Gas Natural, Teléfonos de México, los colegios privados de la ciudad, los hospitales, etcétera, están dispuestos a esperar el pago de los adeudos que se tengan con ellos hasta que se salga del “bache” o hasta que se “vuelva a empezar”.
Por otra parte, los que sí pertenecen al gremio de los trabajadores o empleados no corren con mucha mayor suerte aunque ésta no es tan adversa. Sus sueldos estarán sujetos al crecimiento de las empresas, laborarán bajo la sombra de que afuera hay gente valiosa que espera una oportunidad por menos de lo que ellos perciben. Son además, obligados a turnos de horas y horas de trabajo incondicional, de viajes infrahumanos, de resultados sobresalientes y en muchos casos, bajo el mando despótico por parte de sus superiores.
Nada justifica que se olvide la dignidad que se le debe brindar a cualquier ser humano, en dicha o en desgracia, empleados o desempleados. Lamentablemente en muchos casos, el trato que ofrecen los que ostentan poder, oscila entre el rango de la ofensa, la negligencia y hasta el desprecio.
Aunque parece interminable el largo túnel oscuro por el que se atraviesa, todo es temporal e indudablemente habrá tiempos mejores. Como una invitación a la empatía convendría pensar en que tal vez no está lejano el día en que los papeles se cambien, y que quizá pronto las personas puedan ocupar justamente el lado contrario de los escritorios.
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