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INDIFERENCIA ANTE EL DESEMPLEO



Hace unas semanas un joven con apenas tres meses de casado, se suicidó colgándose dentro de un clóset en casa de sus padres. Los motivos que lo orillaron estaban relacionados con problemas económicos. Mismos que en algunos hogares han propiciado el incremento en los índices de violencia familiar, los que han empujado a otros, que no tenían antecedentes penales o violentos, a cometer robos, abusos o asaltos.


Una mujer fue atacada hace poco por un ladrón que al arrebatarle el bolso le cercenó un dedo y ni cuenta se dio de ello. Escuché a la hija de la víctima clamando justicia. Con su voz llena de rabia y dolor comentó que dejaba en la conciencia del delincuente lo sucedido.


–Cómo es posible–, dijo, –que cometa un acto así, habiendo tantos coches por lavar–.

Es cierto, en la ciudad hay muchos carros que lavar, pero también es verdad que la respuesta automática que alguien emite cuando le preguntan si le limpian su automóvil es: “No, gracias.”


El desempleo es una de las circunstancias que mayor angustia causa en una persona. Es uno de los generadores de estrés más importantes. Este estado de ansiedad, sobretodo cuando se prolonga por largos periodos como en las permanentes crisis del país, provoca el sentirse impotente, inútil, incapaz, improductivo y puede llevar al individuo a la desesperación. Cuando no se puede cumplir con los compromisos económicos propios y de la familia que se ha procreado, es motivo suficiente para destrozar la seguridad y la estima personal de cualquiera. Sin éstas, nada más importante hay que perder. No solamente la salud física está en juego, la mental también. Insertados en la desorganización, el descontrol y la falta de estabilidad emocional, ¿por qué extrañarnos que alguien cercano, conocido tal vez, robe, asalte, agreda, cometa fraude o se quite la vida?


Lo que la sociedad no observa, es la responsabilidad que en todo ello tiene. Y la sociedad no es un ente abstracto que pulula por ahí; está formada por Usted, por mí, por los que vivimos y convivimos en esta ciudad. Nosotros todos, somos corresponsables de lo que sucede.


Ha resultado mucho más viable lanzar juicios, hacer críticas o hasta lamentar la suerte de alguien, que involucrarse con sus necesidades. Más que ser solidario o comprometerse en una ayuda verdadera para intentar rescatar a esa persona de las garras de la desesperanza, la angustia y el dolor que provoca el fracaso, la impotencia y la injusticia social.


Ha sido cómodo pensar que mucha gente que comete actos desesperados de prostitución, corrupción o ilegales, se dejó ir por el camino “fácil”. Por el contrario, me parece que antes de un acto ilícito o de locura, el camino recorrido es largo, quizás demasiado. Un camino pesaroso, lleno de esfuerzos, intentos, luchas, a veces de ingenio creativo y hasta de humildad. Créame, se necesita valor para reconocerse desvalido y sumisión para pedir ayuda. Implica un enorme esfuerzo de madurez que muchas veces desfallece ante la asfixia de la indiferencia ajena.


–¿Es usted católica?”– me preguntó un adulto acercándose a mi automóvil. Tardé en recuperarme del impacto y con temor manifiesto apenas si se escuchó un “Sí”. –Mire–, me dijo, –es que no he logrado un trabajo dentro de una empresa y por tanto, carezco de prestaciones. Por eso estoy vendiendo estas medallitas de estaño–. Sobre la palma de su mano extendió más de 12 diferentes. Con paciencia nombró cada uno de los santos y vírgenes que dentro ellas estaban grabadas y me instó a que le comprara alguna. –Sólo cuestan $20 pesos–, dijo.


Mientras pagaba, me quedé pensando cuántas tendría que vender al día para que al descontar los costos, le quedara una suma razonable para proveer de un ingreso extra a su familia.


Hemos dejado de vernos los unos a los otros. Hemos renunciado a hacer propias las necesidades de los demás. Estamos demasiado inseguros de nuestra situación y nuestra suerte o tal vez, por el contrario, ensoberbecidos de encontrarnos en una circunstancia diferente, como para abrir los brazos y acoger dentro de ellos las penurias y carencias de quienes nos rodean, aún de los más cercanos.


Queremos a nuestros amigos y familiares, decimos, pero pocas veces los apoyamos con algo más que palabras de consuelo o de lástima.


Dentro de mi grupo de conocidos he visto gente intentando vender adornos de madera, camisetas térmicas, boletos de sorteos, comidas para fiestas, joyería de plata, talleres de desarrollo personal, clases de meditación o de baile, productos de limpieza, cosméticos, complementos nutricionales y hasta con poderes curativos.


He escuchado a muchos compartir sus proyectos de negocio, contar con entusiasmo sobre sus intentos para tratar de romper con la mala racha de su desventura. Los he oído externar también acerca de los obstáculos a los que se han enfrentado, sus penurias, sus fracasos, pero además, evidenciar los esfuerzos y las ilusiones que invirtieron, adicionales a sus últimos ahorros, para crear en un renovado aliento de esperanza, alguna posible fuente de ingresos, que pudiera proveerles al menos, una cierta entrada económica que colabore para cubrir sus gastos más esenciales.


Pero también he visto que nadie compra nada o casi nada de lo que le proponen. Si acaso una vez para salir del paso. He observado miradas esquivas y escurridizas, he escuchado argumentos simplones o insensibles, con los que rechazan la posibilidad de apuntalar materialmente a quienes les propusieron algo. En la mayoría de los casos, la respuesta más contundente que se obtiene, la da el silencio.


–¿Cómo te ayudo?–, preguntan después, cuando ven a su amigo con los ojos arrasados en lágrimas. Totalmente inconscientes de las docenas de oportunidades que han dejado pasar para brindarles auxilio.


Es cierto, no hay compromiso alguno. Nadie tiene obligación de adquirir un producto o servicio que no necesita o que no le interesa. Ninguno tendría por qué gastar en colaborar a cubrir las necesidades de otros. Ni buscarle alguna alternativa laboral a los que no tienen. Ni usar sus recursos, influencias o relaciones, para pedir favores ajenos. Nada puede obligarnos a dar lo que no queremos. Tristemente, –salvo alguna milagrosa excepción de quién menos se espera–, la mayoría ha aprendido a engañarse diciendo: “ahora no puedo”, “no tengo con qué”, “ya hice lo posible”, lo que estaba “en mis manos”, intentando acallar su conciencia con justificaciones demasiado presurosas o débiles.


Tal vez sea este nuestro problema mayor como humanos y como sociedad. Se ha desvanecido nuestra responsabilidad civil, nuestra conciencia moral se desdibuja ante el individualismo, el activismo y el egoísmo que nos invade. O quizá, –si es que esto no resulta un pretexto más–, podría decirse que la vida no está resultando sencilla para nadie y estando dentro de un pozo profundo, es imposible ver al otro, más aún, solidarizarnos con sus necesidades. ¿Será cierto que nada tenemos por ofrecer?

grios@assesor.com.mx

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