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JUICIOS Y PREJUICIOS


Laura Millet Medina |  La vieja tradición de matar y aventar cuerpos femeninos…

A mediados de los setentas, se perpetró en Monterrey un crimen terrible en contra de unas jovencitas estudiantes del Tecnológico de Monterrey. Eran las hermanas Millet Medina, originarias de la ciudad de Mérida.

El crimen fue muy connotado no solamente porque rompió con la tranquilidad de una ciudad en la que estos eventos eran la excepción, sino también, porque Edgar Contreras, el asesino, era un joven rubio, de ojos claros, egresado del Tec, que esperaba junto a su esposa la llegada de un nuevo bebé y que vivía en “la colonia”.

Con estos “atributos”, era impensable que él fuese capaz de cometer un acto así.

Seguramente Elda y Laura creyeron lo mismo. Quizá por eso cuando en el Sargent Pepper –en ese entonces la mejor discoteca de la ciudad– les propuso que se quedaran un poco más después de la media noche y que no se regresaran a casa con sus amigos, no dudaron en aceptar su propuesta.

Elda, de 18 años, tuvo la suerte de voltear su rostro cuando una bala se le acercaba de frente, así que ésta solamente le rozó un pómulo. La intensidad de la sangre que emanaba y el instinto de sobrevivencia que la mantuvo inmóvil sobre el tibio cadáver de su hermana, le salvaron la vida.

Cuando todo había terminado, a mitad de la noche salió de los matorrales desnuda y ensangrentada a pedir ayuda. Laura fue recogida más tarde de entre la tierra. El hospital declaró muerte por estrangulamiento. Su rostro había sido deshecho a balazos. Una amiga médica participó en su autopsia. Dijo que fue violada, que sus genitales estaban desgarrados y sus senos y otras partes de su cuerpo, presentaban mordidas brutales.

No estoy segura de que Elda haya corrido con mayor fortuna. Al menos no en esos días.

La única diferencia con lo sucedido a su hermana es que ella salió con vida. Pero tuvo que soportar el peso de una sociedad cerrada y someterse al juicio de una autoridad ejercida por varones retrógradas y “machistas”.

Mientras al inicio la ciudad se horrorizó por lo sucedido, al enterarse de que el asesino era un niño “bien”, rubio y de “buenas familias”, las opiniones cambiaron.

“Es que son foráneas, tienen otras costumbres” “Las mujeres decentes no asisten a un antro de vicio” “Lo han de haber provocado”. Éstos y otros rumores como los que decían que ya lo conocían desde antes, que se habían drogado juntos o que ellas lo incitaron a cometer el crimen, comenzaron a circular sin descanso.

“Edgar hizo lo que tenía que hacer”, nos dijo en clase un maestro, abogado, que fungió como juez en el caso. Su frase me retumbó en el cerebro por años. ¿Lo que tenía que hacer? Lo confrontaba con rabia yo una y otra vez, y él permanecía en silencio. ¡Cuanta infamia cabía en esa frase!

No les valió a las hermanas para aminorar las ofensas y la desconfianza hacia ellas, ni los testimonios de sus maestros que aseguraban que eran jóvenes sanas, serias, responsables, inteligentes, participativas en clase. Ni los de sus amigos y vecinos que afirmaban que su conducta era decente y honesta.

Los medios de comunicación, principalmente el televisivo, acechaban a Elda como si fuera una presa. Querían arrebatarle una nota que diera más indicios sobre los hechos o los supuestos.

Jamás olvidaré la ocasión en que entrando a la antesala del juicio, Elda esbozó una mueca en la comisura izquierda de sus labios cuando se topó de lejos con los ojos de su madre. Bastó eso para que se prejuzgara alguna maquiavélica complicidad entre ellas.

La mueca fue interpretada como una “sonrisa” y repetida en las pantallas incansablemente como “prueba” de la sospecha.

Como siempre, después del furor de la candente noticia, lo que siguió fue ocultado al público. Mucho después se supo que fue dictaminado que Edgar actuó bajo la influencia del alcohol y un fármaco “no identificado” y dejado en libertad en tan sólo cinco años por su “buena conducta”.

Traje con detalles a la memoria este caso, porque quiero mostrar cómo es posible creer que lo que se imparte es justicia, cuando en realidad, los resultados que de ella emanan, pueden ser injustos, parciales y arbitrarios. En este caso, los juicios públicos y el legal estuvieron empañados por prejuicios, creencias y la falta de costumbre sobre violencia. –Al menos prefiero pensar que fue así y no como sospecho, producto de la “compra” de justicia–

Si este mismo caso se presentara en esta época, la forma de juzgar a Edgar sería distinta. No habría justificación alguna para aceptar que alguien viole y dé muerte salvaje a una joven, aún y cuando ésta hubiese tomado alcohol y se hubiese quedado sola después de la media noche con un galán desconocido. Sería improbable también que este criminal saliera libre en tan breve tiempo, por muy buena conducta que mostrara.

Ahora que se ha hecho de la violencia un hábito, sabemos que no hay motivo alguno para tolerarla. Que no debimos haberlo hecho nunca.

Nuevo León pronto se convertirá en la primera entidad del País en implementar juicios orales. Al inicio serán exclusivamente para delitos no graves. Con ellos se pretende impartir más expedita la justicia y asegurar su limpieza y legalidad.

Se han interpuesto argumentos en contra, como la intromisión de los medios de comunicación, ya que se teme que podrían influir en la opinión de los jueces; la necesidad de salvaguardar la intimidad de quienes están involucrados y la ausencia aún, de una legislación adecuada.

Pese a esto, son mayores las ventajas a obtenerse aún ahora que se usarán en delitos no graves, siempre que se tomen en cuenta algunos elementos que hasta ahora no se han mencionado.

Se ha hablado por ejemplo de la necesidad de capacitar a jueces y abogados, pero no se ha contemplado incluir en ésta, entrenamientos especializados en los campos de la psicología y del desarrollo humano. Sería imprescindible hacerlo, más allá de las materias curriculares de sus estudios, porque aprenderían a comunicarse de una manera efectiva, a escuchar no sólo lo que el acusado o la víctima dicen, sino lo que quieren decir; a no abusar del poder; a dejar de lado su necesidad de ejercer un papel protagónico; a mantenerse en el centro de su madurez; a lograr la imparcialidad en sus criterios, evitando prejuicios en sus procesos de pensamiento y, a tener un criterio amplio, libre de dogmatismos, ideologías y conservadurismos que afectarían una impartición de justicia con equidad, íntegra y recta.

Incluso podría integrarse un tribunal de ciudadanos expertos que actúen como observadores y coadyuven en el proceso.

En un juicio oral tal vez no hubiese sido tan fácil juzgar a las hermanas Millet como “provocadoras”, ni al “niño bien” como alguien que “hizo lo que tenía que hacer”, aún a pesar de la inmadurez social que en esa época padecíamos.

Adendo:

Enhorabuena a Patricia Laurent por la presentación de su último libro “Infancia y otros horrores”. El bordeo estrujante y fantasmagórico de la realidad que Patricia logra, fascinará y moverá las entrañas de los amantes de la literatura.

grios@assesor.com.mx


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