PROBADITAS
De un tiempo para acá aparece la comida de autor en nuestra ciudad. Contra la regia tradición de nuestro forma y estilo de comer ésta intenta posicionarse sustituyendo sabor y abundancia, por un plato que se usa como lienzo y sirve más de ornamento, que como espacio para depositar los alimentos.
Grandes símbolos multicolores dibujados sobre el plato, polvo de alguna hierba esparcido para cubrir las enormes zonas vacías, tiras caramelizadas que sobrepasan las dimensiones del espacio y se muestran espectaculares alrededor de algo que no pasa los seis centímetros de diámetro por cuatro de alto y que, será lo único disponible para llevarse a la boca.
De hecho, aún no he podido averiguar si esas gotas rojas, amarillas o negras que cubren el plato con más anchura que la comida, son comestibles. La única forma de saberlo sería chupando con el dedo el plato –algo que seguramente no apreciarían el resto de los comensales–, porque los cubiertos no sirven para capturarlas y no estoy dispuesta a arriesgar ni uno sólo de mis únicos tres o cuatro bocados de comida, untándolo de un sabor que no me resulte grato.
Pero quién les dijo a esos “autores” que esa fastuosa presentación podría sustituir el tamaño de las porciones a unas que no llegan ni a las integrantes del menú infantil de algún restaurante tradicional.
Tal vez resulte elegante y esté a la moda comer como pajarito, acorde con uno de los más serios problemas de alimentación de la época, la anorexia, pero este refinamiento no llenará los estómagos de ningún adulto. Para hacerlo, habría que pedir un platillo de cada uno los tiempos disponibles: ensalada, botana, plato fuerte y poste. Pero entonces se deberá estar dispuesto a dejar buena parte de su sueldo en ese lugar, con tal de salir de ahí satisfecho y, para la mayoría, no habrá presupuesto que alcance para salir a comer o cenar al menos una vez a la semana.
Estos dichosos autores han asumido además que si le agregan diez gramos de menta o tamarindo a la carne o diez de mango y coco a los camarones o, si le ponen pizcas de mermelada de chipotle al pie de queso, ya pueden considerar sus “creaciones” como exóticas y cobrar por ellas dos o tres veces más de lo que valdrían en cualquier otro lado.
El vino también se ha convertido en un bien de lujo que incrementa la cuenta final en montos inalcanzables. El valor de éste en nuestro país, bien sea importado o nacional, está sin control y sin que nadie haga algo al respecto. Los supermercados los venden en precios altos en los que se ganan dos o más veces su valor real. Pero dentro de un restaurante, el costo sube a montos estratosféricos muy por encima del que ellos le pagan al distribuidor.
Es cierto, muchos de estos lugares son elegantes, agradables a la vista, excluyentes naturales de niños que griten y corran por doquier, pero ni el sabor de sus comidas es la gran cosa, ni mucho menos las porciones servidas ameritan los altísimos precios de sus platillos.
Y luego los dueños de estos establecimientos se preguntan azorados por qué al inicio sus espacios estaban repletos y en pocos meses comienzan a lucir desiertos. Parecen desconocer que los regiomontanos –de origen o abonados– buscamos el cambio, acudimos a nuevas alternativas, exploramos, degustamos, pero no somos capaces de repetir una experiencia de desfalco por demasiadas ocasiones.
Basta ver los locales repletos y las filas de espera que hay en restaurantes tradicionales de Monterrey, en donde se sirven abundantes porciones a precios justos, para saber cuál es la clave de su éxito y de su permanencia en el tiempo a través de una generación tras otra.
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